miércoles, 16 de abril de 2008

-¡Mira Joaquín, que pierna más bonitaaa!- fue lo único que le salió a Marcelino de la boca mientras admiraba aquella pierna que veía por primera vez en la orilla izquierda del río, que a propósito era su favorita.

Y sí que era la pierna más bonita de todas esa que tenía Marcelino entre sus manos, porque apenas la vio, se acercó corriendo hasta ella y la observó de verdad verdad: larga como el tronco de una secoya, que llega hasta el cielo y le hace cosquillas en la barriga a las nubes, pero suave, suave como las puntas de los copos de algodón de los que están hechos los vestidos de las gentes ricas.

A Marcelino y a Joaquín no los rozaba ni de golpe el algodón, eran niños pobres, pero imaginaban cómo debía sentirse. Y las secoyas no sabían siquiera que existían, pero de haber pensado en un árbol tan largo como aquella pierna seguro habrían pensado en ese.

Y sabía el niño grande que la pierna era suave porque la estaba abrazando, eso la hacía más bonita aún, era suya. La había encontrado botada en la orilla, y el que se la encuentra se la pide. -¡Que pierna más suaaave!- fue lo segundo que le dijo Marcelino a su hermano, quien se molestaba más en escarbar el musgo incrustado en las uñas de aquella escultura, que en admirar la hermosa pierna tobillo arriba que su hermano mayor le mostraba. –Si tú lo dices- replicó el pequeño, sin dejar de raspar.

En las seis horas que llevaba pegado a la pierna y que su hermano Joaquín utilizó para limpiar las cuatro uñas que le quedaban (para su pesar faltaba la del dedo gordo, que era la más importante porque seguro habría sido la que mayor material orgánico tendría incrustado), le salieron a Marcelino unas pocas palabras que no hicieron más que las dos frases ya dichas, pero su corazón se convulsionó y sus ojos de desorbitaron hasta alcanzar a ver el más mínimo pedazo de célula de aquella carne hecha extremidad. Era amor lo que sentía, amor a primera vista, pero Marcelino no lo sabía.

Del amor sólo sabía lo que le había contado su mamá: era una enfermedad contagiosa, se metía por el corazón y abría huecos por todo el cuerpo, era dañino y mataba. Por eso a Marcelino el amor le daba miedo. Le daba tanto miedo que cuando pensaba en el am…, se pegaba en la cabeza y cambiaba de tema, jamás pronunciaba su nombre. Y como a Joaquín le asustaba lo mismo que a su hermano mayor, el niño tampoco decía am…, nunca.

Por lo que si hubiera al menos sospechado que estaba enamorado, enamorado de esa pierna sin cuerpo, carente de dueño diferente a él, se habría puesto a llorar. Porque sí que conocían las lágrimas estos niños tanto como no habían tocado jamás el algodón. Y se habría puesto a llorar no sólo Marcelino, quien no querría enfermarse y habría tenido que regresar antes de tiempo la pierna a donde la encontró: el río (y seguramente se le habría partido el corazón), sino también Joaquín, que con sólo ver correr el primer hilillo de agua salada por entre la mejilla de su hermano, se habría puesto a llorar también.

-¡Deja de tocarle las uñas!- fue la tercera frase que Marcelino dijo a la sexta hora y un minuto de tener la pierna entre sus brazos. –Es sólo mía- fue la cuarta. –Si tú lo dices- replicó Joaquín alejándose de la pierna, sin sospechar siquiera que el amor a su hermano le duraría siete horas más y que al cumplirse 781 minutos de idilio, Marcelino se aburriría y la devolvería, sin resentimientos ni angustias, al río. Por donde vino.

-¡Cómo son los hombres!- habría gritado pavorosa su mamá si alguna vez se hubiera enterado del primer amor de su hijo y hubiera hecho las cuentas de su duración. Duró menos, pero muchísimo menos de lo que le duró al señor de la casa. –¡De tal palo tal astilla!- habría dicho después, no sin antes darse latigazos en el alma por no haber logrado cambiar la naturaleza de sus hijos, que antes que hijos eran hombres (y todos eran una porquería) y se hubiera sentido como una pierna tirada a la deriva y se habría entristecido aún más.

Y la pierna, por primera vez en los veintiún días que llevaba a la deriva, al fin había servido para algo. Luego de ir calladita en la barca rumbo a la fosa común y de caerse cuando el capitán de la lancha rozó un banco de arena cerca de la orilla (lo que tambaleó el bote repleto de cuerpos y sus partes), la extremidad sólo se había inflado de agua.

–Gringa hijueputa, le dijimos que se largara de aquí- fue lo último que oyó la misionera antes de que el guerrilleo le zampara un balazo en medio del cerebro (y mucho antes de que él mismo la cortara en pedacitos), sin imaginarse nunca que su pierna hecha navegante sería el primer amor de un niño río abajo.

pilar forero

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