jueves, 29 de mayo de 2008

Crónica: un domingo en Pereira en la década de los 50

El pasado domingo, la ciudad vivía una de esas tardes soleadas en las que las personas salen a la calle a hacer sus compras o simplemente a pasar el día disfrutando de ser parte de la multitud. Yo, por mi lado, tenía algunas vueltas que hacer, antes de ir al partido que el Pereirita jugaría contra el club los Millonarios. Debía entonces ir a buscar algunos encargos de mi abuela, unas telas para el traje que mi abuelo debía vestir en la inauguración de la nueve sede del club Rialto en la carrera séptima con calle 17. Ante el afán, me di una rápido duchazo y me puse mis ropas deportivas. Salí de mi casa, en la carrera sexta con calle 16 y me integré al río de ambulantes. La ciudad estaba alegremente viva. 

Caminé unas pocas cuadras, doblé la esquina y me encontré parado sobre la carrera octava, entre las calles 18 y 19, conocida como la calle Real, un lugar famoso por sus almacenes de textiles y chucherías. Decidí que mi primer destino sería el almacén Camel, donde pueden encontrarse los mejores vestidos de hombre de la ciudad y los paños ingleses de mejor calidad. En la entrada del almacén, había dos personas cuyas figuras me parecieron familiares. Di unos pasos más y confirmé mi percepción. Doña Inés Rendón de Mejía y su esposo, Don Abelardo Mejía, conocidos personajes de la alta sociedad pereirana, discutían sobre si asistirían o no la Kermesse del día, evento gastronómico cuyo fin es la recolección de fondos para las viudas de escasos recursos, el cual tendría lugar en la plaza de Bolívar. Debo aceptar que su conversación me despertó el apetito, pero debía ante todo enfocarme en mis labores si pretendía llegar a tiempo a la cancha. Traté de pasar desapercibido frente al señor Mejía y su notable mujer, arqueando un poco mi cuerpo, haciendo mi rostro invisible a los grandotes ojos de la dama, y entré en el almacén. Pedí a la señorita que estaba detrás del mostrador que me enseñara los mejores paños. Los precios me dejaron atónito. Probablemente, no me alcanzarían los 50 centavos que me dio mi abuela para llevarle los paños ingles que ella quería y, probablemente, debería ir a buscar algunos más baratos. De repente, noté la presencia del señor Camel Isa, dueño del almacén y viejo amigo de la familia, de quien no me pude esconder. Se abalanzó sobre mí y soltó su interrogatorio, el típico de aquellas personas de edad que no suelen considerar la comodidad de sus jóvenes interlocutores. No me enteré cómo, probablemente por boca de la señorita del mostrador, el señor Isa se había enterado de mis limitaciones monetarias y me pidió que sacara las telas que necesitaba y aseguró que arreglaría después con mi abuelo. Le agradecí su labor y salí velozmente de aquel lugar. 

El hambre me estaba matando. Me acordé de la conversación que había escuchado hacía un rato y decidí que la Kermesse dominical sería la mejor opción para calmar mi apetito. Rumbo a la plaza de Bolívar, se cruzó en mi camino la loca Débora, conocida por las canciones que entonaba a todo pulmón mientras divagaba con sus desteñidas ropas y grises cabellos por las calles de la ciudad. Me dirigió unas palabras que no logré entender y se alejó con su bien conocido “pajarillo, pajarillo, pajarillo barranqueño, que bonitos ojos tienes, lástima que tengan dueño”. Continué mi camino y al fin llegué a la Plaza de Bolívar. Había alrededor de cien personas reunidas saboreando las más diversas viandas. Las populares Luisas de Marillac, populares damas que exhiben cada domingo sus más finas galas y ofrecen sonrientes sus empanadas, chorizos y arepas, se veían agitadas tratando de controlar a los hambrientos citadinos que se apilaban como verdaderos gallinazos buscando un pedazo de comida. Debido a las largas filas, debí esperar un buen rato antes de recoger mi porción, que consistió de un pedazo de cada uno de los grasientos manjares. 

Finalmente, con el estómago satisfecho, tomé rumbo a la carrera octava con calle 20, donde tomé el tranvía que me acercaría al Libaré. Puse mi moneda de 5 centavos en el cuenta personas y me acomodé en uno de los asientos libres. Allí sentado, distinguí a las hermanas Hormaza, Ligia, María y Luisa, acomodadas un par filas delante mío. Ligia y yo sostenemos una relación bastante amistosa desde que comenzó a asistir a los famosos juegos de cartas que tienen lugar en la casa de mi hermano Arturo los primeros jueves de cada mes, juegos de los que, por supuesto, también participo. Con las demás he mantenido una relación apenas cordial. Lo medité unos minutos y finalmente me arrimé a las nietas don Jesús María Hormaza. A juzgar por los cojincitos y los impermeables que llevaban consigo, también se dirigían al estadio. Les planteé conversación con la intención de conocer sus opiniones sobre el partido que nos esperaba. Ligia, la más instruida en el tema del fútbol estaba bastante negativa. Según ella, iba a ser bastante difícil anular el quinteto ofensivo Reyes, Maurín, Di Stefano, Pedernera y  Báez. Yo le recordé que el portero Cosi había tenido algunos partidos malos últimamente y que, de los nuestros, López Fretes había crecido bastante en su fútbol. 

El caso es que llegamos a tiempo, inclusive nos alcanzó para disfrutar un delicioso tinto antes del cotejo, del cual no pienso hablar mucho. Creo que es suficiente mencionar que los azules se dieron un verdadero festín. Regresé sin contratiempos a mi casa, aunque bastante apañado, Tomé la cena encerrado en mi habitación, cosa que irritó un poco a mi madre, y me acosté con los fantasmas en mi cabeza. 

Por: Lucas Sierra Vélez

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