jueves, 29 de mayo de 2008

Lo que nos llevamos es la delantera

Su cabello blanco, la tez morena, su cara fina y arrugada, los pómulos salidos, la nariz con algunos lunares, seguramente producto de la vejez. Una sonrisa como pocas capturada en el instante preciso. Aquellas gafas antiguas que guardamos como recuerdo se posaron sobre sus sienes todas las mañanas, como amigas inseparables, como ella y yo. Hoy sólo son un cachivache ante la ausencia de utilidad; el cachivache más preciado, lo único físico que nos quedó de ella, lo único que los gusanos no pudieron destruir, como el tiempo día a día deteriora los recuerdos, sin piedad, venciendo las ganas de nunca olvidarla.

Su rostro entrañable ante el abrazo del hijo mayor, su innegable felicidad, la lucidez que a veces escaseaba por el Alzheimer, la única forma de aún reconocerla y saber que se congeló en el tiempo, así fuera en fotos o en el nudo en la garganta que provoca su ausencia. Definitivamente la vida otorga la expresión, se va cuando no tenemos la capacidad de sonreír o de arrugarnos. Cuando la observo parece que nunca la hubiéramos enterrado aquel 16 de febrero, que ese cadáver hinchado no le perteneciera, como una falsa y barata imitación de cera parecida a ella. En esa foto era toda sentimiento, era la vida que se fue.

En aquel sueño enmarcado en una noche aislada del carnaval, me veía tendida sobre la cama y también a mi tía con la que dormía, me asusté tanto al observar mi posible cadáver que cuando quise despertar sentía que me halaban la vida por la cabeza y que la mitad inferior de mi cuerpo estaba dormida y que no revivía y tuve miedo de morir. Sigo siendo cobarde así ella supuestamente esté en el estado más supremo de luz, así me encuentre con los seres queridos cuando los que yo más amo son todavía terrenales, excepto ella.

No me quiero encontrar con mi difunto bisabuelo Hermógenes, la muerte de su hija Leonor fue una pelea de vivos y muertos. Una mañana despertó diciendo que él, que tanto juzgó aquel embarazo adolescente, le había dicho que ya era hora de irse al cielo. Mi mamá sabiamente le dijo “pues, respóndale esta noche que usted no se va por ahora”. Pasaron quince días para que Hermógenes cumpliera su catastrófica profecía.

La concepción católica afirma que todos llegamos a algún estado inmaterial no es prenda de garantía, o acaso el avatar Sai Baba no ha reencarnado dos veces. Seguro tú, Leonor, tomaste el cuerpo de una tigresa de bengala entregada a tu cría como te dedicaste a hijos y nietos, ese siempre fue tu papel por lo menos en la encarnación en la que nuestras existencias coincidieron. Yo era aquel tigrillo al que le calzabas las medias, con el que dormías aferrado a tu costilla. Esta separación es injusta cuando ni siquiera el alzheimer provocó que olvidaras mi nombre y hoy ya no lo escucho porque no tienes permiso divino y menos cuerdas vocales.

Antes de morir, Alejandro Aldana alucinaba diciendo que se iba en el avión 122 ¿en qué avión se llevaron a Leonor? Buscando pasajero por pasajero con el gallinazo en el hombro y un regocijo egoísta que ignora a los que tenemos carne y hueso aún. Es un juego sucio porque traen de auxiliar de “vuelo” o yo diría sin menos cinismo “de duelo” a los seres queridos, creo que sólo por su mamá se hubieras alejado de mí. La vejez es tan inoportuna que con los achaques vienen las ganas de morir y liberarse del cuerpo con arrugas y dolencias. Si existe la reencarnación entonces ojala que algún día Leonor abra los ojos como mi hijo para amarnos muchos años más, o que por lo menos nos encontremos de pasada por el cielo y no sea que cuando a mi me llegue la hora, ella ya este caminando en la China o con forma de perro en Estambul.

Antes de anoche soñé con ella, despertaba en la cama de mi bisabuela Elena con su nariz pequeña congelada, de la punta se desprendía un témpano de hielo, parecía venida de un páramo. Ella me preguntaba dónde había estado estos quince días ignorando que ya llevaba más de un año de haber fallecido. Su cuerpo estaba inmaculado, sin marcas de fetidez. Había despertado de un sueño tan frío que le contaminaba el cuerpo y todos decían asombrados “pero, ¡si es la difunta!” y yo decía con humor negrísimo, pero que suena más a esperanza infantil, “No, se trata de catalepsia” No quería que se fuera, la mayor desgracia de ver morir es acostumbrarse a la ausencia, sé que algún día el avión 122 vendrá por mí con ella a bordo: Lo que nos llevamos es la delantera.


Por: Natalia Aldana

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